“Longlegs” de Osgood Perkins, da aprehensión
al miedo, pero no es puntualmente una película de terror. De todas formas, ya
en el preámbulo de “Longlegs”, queda despejado que algo ignominioso vigila. Un
automóvil sencillo se estaciona en el patio de una casa de campo, y una
chiquilla sale de ella para investigar quién es el extraño fisgón.
Y
observando que la protagonista es Lee Harker —una nueva y talentosa agente del
FBI—, sería osado pensar en un thriller. “Longlegs” es una de esas películas
que merece ser vista y no solo por la actuación de Nicolas Cage (excelente
caracterización) por su grotesca peluca, su semblante
abultado y disforme coloreado de blanco, y los crujidos misteriosos que expresa.
De
manera pues que este filme desde los primeros fotogramas nos atrapa y eso es
bueno, porque entre otras cosas, también nos detenemos en pensar que estamos
ante un thriller psicológico. Además, las primeras pesquisas apuntan a
Longlegs. Y desde ahí, la película se las arregla para elaborar un fino lienzo
alrededor de la contemplación del espectador. La única prueba de su
intervención en sus crímenes son las cartas en clave, surgidas en cada una de
las escenas de crimen, y que las conectan todas entre sí.
No
se trata de enredar las expectaciones para confirmarlas o impugnarlas, sino de
hacer pasar afinadamente —y real— y estimable lo que, en su tenebrosidad, no
puede ser más que pura invención. Se diría que el dispositivo recreado por
“Longlegs” no es otro que el de las alucinaciones en general o más concreto, el
del instante justo en el que el terror se mezcla con la ansiedad de no poder
despertar del todo. Toda la película vive en la luminosidad de lo subrepticio,
en la perfecta perspectiva de lo que encubre.
Por
otro lado y en la medida que se desarrolla la película se nutre tanto de la
tradición más aciaga de todas esas fábulas infantiles, un soporte infinito de
inspiración para el mejor cine de terror y como modelo narrativo henchido de
versículos diabólicos.
El
título del filme no es muy original —Clint Eastwood ya lo utilizó en la banda
sonora de “Space cowboys”—, pero compendia bien los dos extremos de esta
película: la carrera espacial y un romance “complejo”. Pero también recupera la
vertiente de la comedia romántica de finales de los 50 y la década de los
sesenta.
Ambientada
en el histórico alunizaje del Apolo 11, en 1969, estamos ante una comedia
romántica. Al comienzo de la cinta observamos elegantes títulos de crédito con
material de archivo, jazz y otros eventos periodísticos en los años sesenta.
Scarlett Johansson —que también actúa en la película— es una publicista llamada
Kelly contratada para “vender la idea de que ir a la luna es un asunto muy
favorable para los Estados Unidos”. Es decir, para que la sociedad comprenda
que la idea de enviar al hombre al satélite es algo más que una propaganda
antisoviética.
Dirigida
por Greg Berlanti la película sin perder la atmósfera de los años sesenta y su
música inclusive, Kelly Jones y Cole Davis —el jefe del lanzamiento del Apolo
11 (Channing Tatum)— no pueden ser más que incompatibles. Así que entre instrucciones
de marketing y un cameo de ese viejo complot (de que todo fue un montaje sobre
el vuelo a la luna), estos dos personajes se unen, se apartan y pelean a cada
rato. Pero la moraleja es que toda emoción patriótica debe nutrirse de la médula
de lo real, que es, después de todo, el componente con que están hechos los
héroes.
No
es pues una gran película, pero nos permite aproximarnos a una época específica
de los Estados Unidos (cuando el presidente Nixon sobre todo) y a través de los
personajes observados en la pantalla,la película funciona
mejor porque, entre otras cosas, Johansson tiene ‘look’ de aquella época, 1969,
y el embrujo para este tipo de humor.
Aunque todos pensemos que esta saga de “Alien” es norteamericana
(y lo es), resulta que este reciente Alien cae en las manos de dos
latinoamericanos. Y es que de repente, y en su momento las
puertas de Hollywood se abrieron para el uruguayo Fede Álvarez y su coguionista
Rodo Sayagues, y que no desilusionaron entregando dos éxitos en su momento del
cine de terror —el sangriento reboot de “Posesión infernal” (2013) o “No
respires” (2019).
La primera de la saga en 1979 dirigida por Ridley
Scott con su obra maestra “Alien, el octavo pasajero” —aquella agobiante odisea espacial en la que
un alienígena iba arrasando a la tripulación de la nave Nostromo—, dicho “espécimen”
iba dejando únicamente con vida a la teniente Ripley —el personaje que proyectó
a la fama a Sigourney Weaver.
Y lo que vino después ya es historia: James Cameron
tomó —y por decirlo de alguna forma— el relevo de Scott, y con “Aliens, el
regreso” (1986), nos regaló una secuela un tanto más distante del horror claustrofóbico
del primer filme, ya que jugaba por la acción espectacular y por reproducir el
número de esa cosa alienígena.
Esta nueva entrega de “Alíen”, Fede se hace cargo paso
a paso del ideario del monstruo, y además, lo reverdece. El director reconquista
la casi hierática manera de reinterpretar el mito y hacerlo desde una nueva mirada.
Así lo hace ahora un director que ha logrado recargar de otros miedos a un
género como el de terror. La ficción se emplaza en el tiempo, y en esta término,
tiene como protagonistas a un grupo de chicos trabajadores de una colonia
minera que proyecta terminar con un aprisionado contexto laboral, acomodándose
en una estación espacial desabrigada, y con la finalidad de llegar hasta el
planeta Ybaga, en busca de una mejor vida.
La verdadera protagonista de la historia es Rain, una muchacha
huérfana que conserva una muy cercana relación con Andy, un humanoide que actúa
de hermano adoptivo —liberado y reparado por su difunto padre—. Desde el
principio de la película se apuesta por la química que hay entre los actores
Cailee Spaeny y David Jonsson en estos personajes de Rain y Andy para que ganen de manera expedita la empatía de un
público que concibe esa sensible relación vehemente que les une.
Sin ser la idea de Fede una cinta que supere a las
anteriores sobre Aliens,nos hallamos ante un ejercicio de misterio y emoción
muy elegante, del que acuerda anotar que solo será enteramente disfrutable para
quienes dejen el miedo y la veracidad a un lado. El guion del filme presenta un
montón de situaciones que en otras manos habrían rozado en soluciones algo
arbitrarias. Por momentos todo vale, y el director parece divertirse a lo
grande con su nuevo artilugio de terror y suspense, tan precipitado que
recuerda por momentos al Brian De Palma oShyamalan más
relajados.
“Saint Omer”, es la ópera prima de Alice Diop.Y
todo gira alrededor del personaje principalLaurence Coly. No obstante, y de
entrada observamos a una escritora llamada Rama dando una clase sobre Marguerite Duras, porque presumo que en “Saint
Omer” hay mucho de la escritora Duras en el sentido de la confidencia en la
palabra y desenterrar de lo brutal una poética, y en el carácter de visibilizar
sin timidez y sin clichés esa parte femenina sombría.
Y de eso va el filme, donde Coly en un juicio se
enfrenta a todos los entresijos de una vida cargada de culpas y no tanto. De
todas formas, a la cineasta Diop le interesa mucho más el juicio.La
nigeriana Laurence Coly
sin lugar a dudas, es ese tipo de personaje singular, y que llega a Francia con
la esperanza de una vida mejor. Pero, pronto, sus circunstancias y su ambición
entran en arrebatos de la vida misma —como siempre—. Y es ahí cuando que
aparece la enajenación, la desesperanza y el desasosiego como testigos de un
drama inmenso.
Antes documentalista, la directora Diop acomoda pues
el drama sin dejarse persuadir ni enganchar por ninguna de sus aquiescencias
que tanto nos inquietan o nos entretienen. “Saint Omer” es escuetamente una reflexión
con sus mutismos, sus distancias y sus incertidumbres. “Saint Omer” es un cine implacable
hasta el agotamiento y el sufrimiento. Sin duda, un estreno brillante de la
cineasta, y a la postre, la insensatez que nos acude.
Sobre este tipo de cine sobre juicios,
creería que se encamina más a la
visión del sumario penal como resultado del delito, pero, asimismo, coexisten
numerosos paradigmas de cine judicial o pseudojudicial, aunque el proceso
judicial y el cine creería no son muy “amigos”, en el sentido de que si algo ha
pretendido casi siempre “el cine francés criminal” es sumergirse más allá de
los hechos precisos para dirimir (aunque no es el vocablo más exacto) el estado
de una colectividad o del poder.De todas formas, “Saint Omer” de Diop procura esgrimir
el proceso de una infanticida para debatir nuestra conciencia hacia la disconformidad
de géneros y de la emigración, No olvidemos filmes como “Anatomía de un
asesinato” de Triet, donde utiliza el proceso como pericia de la discusión conyugal
y, ahora, “El caso Goldman”.
Cada vez es más usual en el cine actual que las
narrativas de ficción no sigan un desarrollo fiel y escrupuloso, algo a lo que vivimos
acostumbrados cuando nos relatan cualquier historia (pues no es algo característico
del cine), con un principio y un final fijos, además, un juicio dramático con
su oportuno conflicto, y unos interlocutores con sus exaltaciones, inclusive un
género preciso que apriete el tono del relato o un montaje que vaya descubriendo
la pesquisa y solucionando los inconvenientes de carácter progresivo.
Al principio, esta película norteamericana parece una
historia de amor suave y adherente, como se revela en laBarbe-Nicole (Haley
Bennett). No obstante, el valor de ella es el de seguir adelante con la visión de
su difunto esposo François (Tom Sturridge). Visto así el asunto la historia
entre el presente (no vender su viñedo) y su pasado (flash backs con su joven
esposo) nos permite visionar el pensamiento de la mujer y su viñedo.
Con un ritmo lento entre el presente y el pasado de
una bella mujer,Widow Clicquot, que tiene sus raíces en la historia
del todavía famoso champán Veuve Clicquot, resulta ser el elemento que guía a
una historia donde a simple vista no parece pasar nada, pero la familiar
etiqueta amarilla se reconcilia en un emblema de amor perpetuo, y de garra femenina
e inclusive de progreso tecnológico vanguardista (aunque mucho menos primordial
200 años después).
En una estética de la época, la película que hoy nos
ocupa,y
nuevo drama de Thomas Napper, a la postre cuenta la valiosa leyenda del principio
de Veuve Clicquot, que brotó de la desolación financiera para convertirse en
una de las empresas de champán más grandes del planeta y gracias al talento y la
destreza productiva de Barbe-Nicole Clicquot, quien heredó el viñedo en el ocaso
de su difunto cónyuge.
De manera que tal iniciativa resulta, para nada incauta,
sobre todo teniendo en cuenta que juzga confesar más a la voluntad de alguien
que pretende recalcar su carácter autónomo, asignándole un acabado visual muy
de la época —completamente alejado de las modas—, y que es una necesidad artística real.
Dirigida por Santiago Lozano Álvarez (natural del
corregimiento El Cabuyal —Candelaria, Valle del Cauca—), valdría la pena
escribir primero que Jesús María Mina caracteriza a José De los Santos.Un actor de experiencia amplia en el teatro,
series y novelas. “Yo vi tres luces negras” tuvo su estreno en el festival de
cine de Berlín, es exhibida en el reciente festival de cine de Cartagena de
Indias.
Respecto a la película en sí, José de los Santos
(tiene 70 años) es un sujeto que ha ofrecido su vida a los rituales luctuosos
de sus ancestros en el Pacífico colombiano.Y tomando como punto de partida “su oficio” es el fiel acompañante para
despedir a aquellos que se van al “otro lado”. Lugar en el que se halla su hijo
(brutalmente asesinado), pero Josérecibe la visita del fantasma corpóreo de su hijo,
Pium Pium (Julián Ramírez) y para no estropear con spoilers mi análisis,
algunas reflexiones del discurso fílmico de este buen filme colombiano.
Lo primero sería señalar que no se puede ocultar que
el filme toca uno de los panoramas contemporáneos de conflicto guerrillero y
paramilitar más complejos del mundo. Y en ese orden de ideas,estos enfrentamientos
traspasan a los pueblos en la Colombia campesina, donde la sombría historia (colonialismo
y esclavitud) ha llevado a las comunidades afrocolombianas a llevar un paso de
pronto cansino, pero siempre enfrentando de alguna manera esa problemática.
Y es que la aldea protagonista de la película está
desborda de moradores cuyos hijos e hijas fueron ultimados —como Pium Pium o
desaparecidos por tropas paramilitares que maniobran en las selvas de nuestra
Colombia —. Los arrojos de búsqueda de oro y eventualmente ilegales, revelan
cuerpos enterrados durante mucho tiempo y restos de violencia que son anulados
por el silencio de los civiles.
En su segundo largometraje “Yo vi tres luces negras”,
el director Santiago Lozano Álvarez retoma pues este contexto preciso y una
pluralidad de ideas para explorar “ese cruce de las luchas” afrocolombianas en
la Colombia rural.Con un constructo [un instrumento esgrimido para abrir
la puerta a la intuición del comportamiento humano] de la obra, que podría transcribirse
de maneras muy disímiles. Y tal
vez, algunas escenas observadas sirven como reflejo de la fragilidad del
momento y el carácter efímero de la vida, pero también, el de organizar un acto
de resistencia contra el tiempo y la muerte.
Esta idea, de repente lacónica, accede que
destaque más fuertemente en su estilo visual (el director de fotografía Juan Velásquez),
auxiliando una calidez emotiva a cada escena, a pesar de que la película tiene
una escala de color en las que hay una templada preeminencia del color verde
aceitunado, y las llamamos “frías” (contienen gran cantidad de onda corta)
generado por el ambiente de la selva en el que se suceden los hechos.
Una vez más en este tipo de cine reciente
colombiano, prevalecen los valores sonoros y musicales intradiegéticos (la
música vocal de Nidia Góngora, la marimba y el golpe de la lluvia y el canto de
los animales de la selva) recrea la brillante jungla que rodea a José. Y es que
atentos al sonido de las aristas de las imágenes, a tramas y sonidos,
extrañezas y experiencias, mediante de una atmósfera tan compleja, tan
inquieta, que resulta precipitado someterla a adjetivos. Lo más útil —en todo
caso—, sería hablar de este documental como una acción de recapitulación y proximidad.
Este filme colombiano que se presentó en el reciente
festival de cine de Cartagena de Indias, si bien, es una co-producción con el
Reino Unido, es dirigido por una cineasta australiana residente en Colombia
llamada Emma Rozanski. Respecto a la película y si tomamos como punto de
partida el joven personaje femenino Bernicia (le llaman “Berni”) y su vida en
la montaña, la familia y su relación con su entorno natural, podemos tener dos
puntos de vista respecto a cómo abordar el filme.
Primero, sería que en esa relación observada entre
“Bernie”-caballo (que parece ser el catalizador en la vida de la mujer))-paisaje,
nos remite de alguna manera y sin alegoría alguna, al llamado género Western —otros
géneros y escuelas cinematográficas han sacado también provecho por ejemplo, de
la poesía emocionante del paisaje—.Y
segundo asunto, cuando escuchamos en la cinta: “los sueños viajan con el
viento”. Respecto a la primera relación y con una puesta en escena sencilla
aunque con algunas angulaciones de la cámara propias del Western en algunos
momentos de la diégesis, bien permite expresar con claridad que la cineasta
saca beneficio de esas particularidades consecuentes, en las que se reconoce de
común el Western, y que no son más que los signos o los símbolos de su escena (sin
llegar a mito alguno).
También, sería preciso plantear de la cinta que,
mediante unos diálogos casi que susurrados, no se requiere nada más.A través de ellos, se puede
captar toda la acción que discurre, ciertamente, y sin encuadre alguno que
permita disipar esa línea entre realidad y ensueño, así como entre el pasado
(por lo de las remembranzas), presente y futuro de unos interlocutores sin
máscara alguna. Creería que el asunto es así.
Unos personajes que en ese escenario campestre, la
cineasta —y ahí su talento— sabe seducir a través de sus “perfecciones esenciales”
(percibirse así mismo sin temor) a la vista de cualquiera que quiera fijarse.
La beldad no queda comedida a universos ancestrales, míticos y encubiertos (no
obstante, la guajira que llama a través del sueño y no es una imagen onírica).
Queda pues por referir el paisaje de la película que
al impregnar de su soledad a quienes pueden convivir con ella, deja cierta
sensación de sosiego, y algo que intencionalmente elabora la cineasta: tanto si
como el aparato narrativo se expande con una luminosidad comprensible, debida,
y además, a un modestísimo argumento que no oculta nada.
De pronto, para este tipo de planteamientos
narrativos, el filme pudo haber sido estructurado en capítulos (mediante el
fundido), en el sentido —y justificación— de no sentirnos tan aprisionados por
el manejo del tempoDe todas formas, concluyente la dinámica de este plan
argumental, así como su carácter de documental que nos atrapa para bien.
Cuando escuchamos: “los sueños viajan con el viento” y
sin nada de aspaviento. Quizá sea la mejor forma de expresar parte de la
ideología de quienes habitan un gran espacio como el observado en el filme; donde,
no es que se interprete que el lenguaje no verbal de los personajes no resplandezca,
ni mucho menos —no se hallan trazas del cine mudo en este filme—, es que todos
los gestos y movimientos que realizan todos los interlocutores observados son
de una simpleza abrumadora. Y diría que comprensible para darle cierta sensatez
a una trama lineal.
Y es que la película en un momento, pudo haberse
inclinado hacia un western psicológico, pero, no, cambia sus códigos de la
acción y es algo a rescatar del guion. De pronto, todo sea la metáfora (que
recorre los mejores westerns)del renacer día a día sin tormento —Rozansky lo
plantea así—. Y es la decisión consecuente por parte de “Berni”; de deleitarse
además, sin fractura psíquica sobre su realidad y cualquier sospecha de
precariedad.
Me gustaría insistir que este tipo de cine colombiano
abarca el concepto de cine de autor.En últimas, “[…] se puede decir, es alguien [el autor]
que nos manifiesta su metáfora de la vida con gran humanidad, en un film”
(Gutiérrez, 2014, p.4).Otra
particularidad ya más bien orgánica del cine moderno es el manejo del guion o
narrativa. Muchas veces el cine moderno reclama por la narración de arte y
ensayo, y otra gran contraseña de este cine moderno, es la indagación sobre las
circunstancias íntimas del sujeto. Al salir de la sala de proyección, el
silencio del espectador lo dice todo.
En
últimas, no obstante la teoría de autor tiene sus contradictores en el mundo
actual, continúa siendo un modelo seductor para tener en cuenta a la hora de discutir
de una película y su director, sobre todo si se estima y se cree que el cine
puede ser un fruto de “expresión personal”.