“Longlegs” de Osgood Perkins, da aprehensión
al miedo, pero no es puntualmente una película de terror. De todas formas, ya
en el preámbulo de “Longlegs”, queda despejado que algo ignominioso vigila. Un
automóvil sencillo se estaciona en el patio de una casa de campo, y una
chiquilla sale de ella para investigar quién es el extraño fisgón.
Y
observando que la protagonista es Lee Harker —una nueva y talentosa agente del
FBI—, sería osado pensar en un thriller. “Longlegs” es una de esas películas
que merece ser vista y no solo por la actuación de Nicolas Cage (excelente
caracterización) por su grotesca peluca, su semblante
abultado y disforme coloreado de blanco, y los crujidos misteriosos que expresa.
De
manera pues que este filme desde los primeros fotogramas nos atrapa y eso es
bueno, porque entre otras cosas, también nos detenemos en pensar que estamos
ante un thriller psicológico. Además, las primeras pesquisas apuntan a
Longlegs. Y desde ahí, la película se las arregla para elaborar un fino lienzo
alrededor de la contemplación del espectador. La única prueba de su
intervención en sus crímenes son las cartas en clave, surgidas en cada una de
las escenas de crimen, y que las conectan todas entre sí.
No
se trata de enredar las expectaciones para confirmarlas o impugnarlas, sino de
hacer pasar afinadamente —y real— y estimable lo que, en su tenebrosidad, no
puede ser más que pura invención. Se diría que el dispositivo recreado por
“Longlegs” no es otro que el de las alucinaciones en general o más concreto, el
del instante justo en el que el terror se mezcla con la ansiedad de no poder
despertar del todo. Toda la película vive en la luminosidad de lo subrepticio,
en la perfecta perspectiva de lo que encubre.
Por
otro lado y en la medida que se desarrolla la película se nutre tanto de la
tradición más aciaga de todas esas fábulas infantiles, un soporte infinito de
inspiración para el mejor cine de terror y como modelo narrativo henchido de
versículos diabólicos.