Roman Polanski cuando imaginó “The Palace”, la comedia
(empezaría por establecer este cliché) es de principio a fin, una reconvención
desde la desproporción, el cinismo y la inconveniencia de las leyes más básicas
del género que tanta gloria dio a muchos cineastas. El asunto nos permite de
entrada aclarar que el Hotel Palace es un asombroso castillo diseñado a
principios del siglo XX y ubicado en pleno valle nevado de Suiza. Cada año
atiende a huéspedes millonarios de todo el mundo en este contexto medieval y de
cuento de hadas.
Pero qué reflexiones nos deja el reciente filme de
Polansky. Vamos a intentarlo. Con un guion de Roman Polanski, Jerzy Skolimowski
y Eva Piaskowska, lo primero sería escribir que es una broma sobre los
entresijos del yo, en una serie de diferentes personajes (en todo sentido)
ofreciéndonos la idea de que la realidad es absorbida por cada quien según la
intensidad y paroxismo de vida que lleva.
Si bien, no es su mejor película, al menos Se atreve a
burlarse a sí mismo y creería de todo lo que le ha tocado vivir. En este
sentido (que no es menos) un ejercicio de aflicción donde logramos vislumbrar
algunas de sus flexiones artísticas más típicas. De igual forma, no es la
primera vez que Polansky filma una fiesta de fin de año en un ambiente
encerrado, recordemos “Lunas de hiel” (1992), una obra maestra, venenosa y
enloquecida hasta lo improbable —todo dentro del barco.
“The Palace” y hay que plantearlo, arrebata tanto como
repele en ese otro (o el mismo para todos nosotros) cosmos oscuro y lúgubre de
Polanski. De pronto, la película sería toda una broma (pesada por momentos) y
la metáfora de una parte del universo cargada casi siempre de pendejadas. En
toda esta exposición hay que reconocer que los actores de la cinta se lucen en
sacar (de pronto) sus propias y disfrazas realidades, (“El mundo va a quedar
reducido a ceros” dice uno de los personajes).
Creería y es lo que podría plantear Polansky en “The
Palace”, que todos somos unos cadáveres vivientes. Por qué razón. La ironía
toma el eufemismo de la sátira en todo lo que observamos en la cinta. Y aquí
radica de pronto su interés (repito, sin que sea su peor film). Para terminar
creo que el cineasta polaco viaja a medio camino entre la caricatura y el
homenaje, juguetea con los códigos de la comedia y el cine líquido —siguiendo la
modernidad líquida de Bauman— evocando por momentos otros filmes, y otros del
mismo Polansky, y funcionando como símbolos sutilmente alegóricos, y los
entremezcla sin desertar de la broma fácil, gracias a una trama realmente enloquecida.