Roy Freeman (Russell Crowe hace creíble su perosnaje)
despierta un día más despierta en su pequeña morada que habita y cercado de
notas que cuelgan de las paredes, la nevera, los anaqueles, cajones, etc., y
que le indican que almacenan o para qué sirven —hasta las pizzas congeladas—.
Este jubilado detective de homicidios sufre Alzheimer, y por el que está
recibiendo un tratamiento experimental.
A partir de este momento, el personaje a través de una
serie de flash back va reconstruyendo su pasado profesional, hasta toparse con
un crimen. En realidad pienso que el guion (clave de todo thriller) debió ser reconsiderado,
ya que por momentos se inclina un poco a la confusión, y es que todo parte de
la memoria de Roy. Y es que hay que volver a opinar sobre Crowe, ya que él está
continuamente preparado a darle su propio aire y firmeza a todo lo que le inviten,
como en “El exorcista del papa” (Julius Avery, 2023).
Siendo sinceros, el arranque del filme es correcto,
con unos cuantos primeros planos del histrión en interiores, acoplados con validez
pragmática en un montaje en función de Crowe. Baste trazar un arranque idóneo
para convencer al público, y de persuadirnos de que nos incumbe lo que pueda
pasarle al protagonista y alistarnos como espectadores de este ejercicio y con
los recursos del cine negro clásico.
Si toda la clave del filme está en la memoria perdida
de Roy. El
protagonista arma un puzle (los expedientes y las huellas que va apiñando del
caso que investigó años atrás y cuyas notaciones están en su memoria perdida).
Y toda su disposición en la búsqueda de…, parte después de ver en televisión
una escena de acción del clásico del western “Duelo de titanes” (John Sturges,
1957) con Kirk Douglas y Burt Lancaster.
Lo que sí es cierto es que el carácter previsible de
la trama, la lleva cada vez más a que resulte menos sorprendente. De todas
formas, Adam
Cooper compone un thriller aceptable con tintes de neo-noir y cierto aire
espeso que no le cae nada mal al filme.