Al terminar su proyección dije que es un trabajo muy buñuelesco. Y es que la historia de una joven va a dar a la casa de don Marcos [Gustavo Angarita], un viejo solitario que hace rituales en latín comunicándose con las almas errantes que habitan en el antiguo cementerio que es su terreno y un agente inmobiliario; traduce toda una intención de misterio y obsesión.
Su director Leonardo Perea se apoya en una buena y
nada apacible música extradiegética, un actor como Angarita y un paisaje con
mucho sigilo [por lo de sus habitantes ya sepultados] para llegar al Pathos del espectador y en un modo lacónicamente
‘surrealista’, indagar temas y motivos característicos de la doctrina de Breton
[re-definición del sujeto que llega a imaginarse como un medio para liberarse
del control moral y racional que restringe la expresión individual] y un Yo
desbordado.
La llamada del tambor [ y un excepcional Angarita] y el arraigo misterioso en el que se circunscriben los personajes [con una mujer sin rumbo aparente, y un apurado comerciante español, de terrenos], propone en una cinta que no aburre, una permanente alerta de intereses de los interlocutores y “una mezcla de semiótica y de psicoanálisis que viene de la teoría de Jacques Lacan, quien cree que el simbolismo de objetos y el simbolismo del lenguaje verbal son casi los mismos” (Williams, 1998, pp. 199-206).
En este sentido parece que la película no avanzara,
pero su factor dramático reiterativo [no cometeré spoilers] siempre tiene
una relación muy estrecha con la muerte, lo que se revela y observa en episodios
donde los seres humanos son visualizados en una manifestación muy singular. Una
película colombiana pues que el espectador normal y corriente a lo mejor se
plantee muchas cosas, pero el cinéfilo de turno atestigua que se está ante un
cine muy personal.