La película, por momentos me decepciona; por momentos no.
En realidad, no sé qué pensar de esta reciente película del director indie
Spike Lee. De todas formas, me quedo con el último tercio de la cinta y los
últimos minutos de la parte final, ya que en voz de David King (Denzel
Washington), el magnate del hip-hop, podría estar lo que verdaderamente
interesa como mensaje, dadas las características del guion, que entre otras
cosas, aparece el crédito de Kurosawa, lo que nos remite a la vez que estamos
en un remake del magistral clásico “El infierno del odio” (“High and Low”,
1963) de Akira Kurosawa.
Desde sus títulos de crédito iniciales, “Del cielo al
infierno”, los primeros fotogramas exteriorizan como un afectuoso mensaje de
apego a Nueva York, y como música extradiegética sobre ellos: “Oh, What a
Beautiful Mornin” y que según los expertos músicos y amantes del género es la
mítica canción introductoria del musical “Oklahoma!”. De todas formas, el
cineasta de Brooklyn compone un solícito collage de planos sobre Manhattan.
No obstante en el filme de Lee, hay referentes cinéfilos,
música puertorriqueña (destaca el pianista Palmieri, recientemente fallecido),
presurosas escenas de acción y una mirada crítica al mundo actual y musical.
Una vez más, y a modo de panegírico, la imagen actúa como un ente que concreta
y amplía pedazos de la realidad verdadera. Esto revela aquello que nos embarga
con turbación y emoción personal en cualquiera de sus formas, y nos permite
evaluar en toda su tremenda magnitud lo que está sucediendo alrededor de lo
observado.
Denzel Washington —(David King): Toshirô Mifune en el
filme Kurosawa— se reencuentra con el cineasta de Brooklyn años después de
“Mo’, Better Blues” y “Malcolm X”, para, más que realizar un filme diferente en
ambas filmografías, en el sentido de un thriller psicológico-policiaco y con
buena música, creería que para que ambos sitúen en su interior una sentida
conmemoración sobre ese mundo de la música y su eco actual en un Nueva York y
su ascendencia a la pluralidad cultural.
Las imágenes rodadas a lo largo de las dos horas del
metraje, profesan como catalizadores narrativos, que si bien por un lado,
mantienen una buena parte de la carga discursiva de la película, por el otro,
rompen con la rutina de los disímiles interlocutores, induciendo vínculos,
choques, ausencias y esos mutismos que amontonan los ecos de todo cuanto ha
acaecido en ese “fuera de campo” de lo observado (una vez más esa tercio final
de la cinta).