Describir lo que el filósofo y teólogo francés Pierre
Teilhard de Chardin denomina el Punto Omega, sería a lo mejor la circunstancia exaltada
del no-tiempo, la transformación del ser humano en algo a lo que tiende y que
está más allá de sí mismo. Este podría ser un punto de partida de la película arranca
con el crédito “Alrededores de París” y en off una música de piano. Luego vemos
a un judío sefardita que encomienda a un personaje (base y misterio en la
historia), para que busque a su hija. Ese personaje [y su película que nunca
existió] es el punto de partida de Víctor Érice para que estemos atentos al
devenir de la trama.
Con base en lo anterior, obliga a que el juego del
plano/contraplano del cine clásico, logre una dimensión plena, como si cada
palabra entre los interlocutores estableciera un orden de datos en el que el
habitante de la sala de cine se ve obligado a reorganizar la investigación a
medida que parece se dispersa, pero no. Esta puede ser la clave de un gran
filme, y si ambicionamos profundizar un poco más desde lo cinematográfico para
justificar mi apreciación, dos ideas:
Primero, podríamos decir que los planos de “Cerrar los ojos” tienen vida interior,
y por una razón: las miradas de todos los personajes así lo circunscriben y se
evidencia el talento de los actores [José Coronado, Ana Torrent, Manolo Sojo,
Soledad Villamil, Josep María Pou, etc.] que utiliza Érice. La disposición
de la imagen, consiente que en cada encuadre subraye dos niveles expresivos:
uno, la piel de la película, donde la mirada y/o la voz de uno o más interlocutores
fascinan la solicitud del espectador.
El regreso de Víctor Erice al largometraje presume hipnotizarse
de nuevo ante él, y como diría un crítico de cine: “el mejor retratista de lo
invisible”. “El espíritu de la colmena” (1973), “El sur” (1983) o “El sol del
membrillo” (1992) son su legado y por supuesto este curto filme, que dura tres
horas y de pronto pareciese algo monótono, pero de pronto surge ese algo que un
filme que marca el regreso de Érice.
De manera que frente a la película que nunca existió y
la sentencia que escuchamos: “En el cine ya no hay milagros desde que murió Dreyer”,
esta propuesta del cineasta español de rebuscar en el cine dentro del cine el prólogo y el
epílogo donde juzga proporcionar el subterfugio a un jeroglífico que solo vemos
en parte [por aquello de los invisible], el tiempo agarrotado [porque parece no
tener prisa], desmoronando gota a gota en la profundidad de la pesquisa; «cada
momento perdido es la vida»: la vida del tiempo que nos deja y que se puede ver
con los ojos cerrados.