David Fincher nos regala su reciente filme “El asesino”,
un brillante thriller dividido en capítulos donde nos encontramos a un asesino
sin nombre en el amplio sentido de la palabra. Basada en la novela gráfica escrita por Alexis Nolent e
ilustrada por Luc Jacamon, y con guión de Andrew Kevin Walker (“Seven”), la
película persigue los pasos a un hombre forzado a huir constantemente por un traspié
adverso (no cometeré spolier).
La propuesta fílmica de Fincher restituye a los
espectadores, al Fincher más fiel tras “Mank”, una cinta que destila
iluminación más allá del elogio. De manera que Michael Fassbender —su regreso
después de un tiempo de descanso—, da vida al asesino a sueldo que por culpa de
nada más que el azar, comete un error, en una de sus “misiones”. Acto seguido, todo
es una serie de eventos (“el destino es un placebo”, le escuchamos decir) que
mantienen al espectador sumido en una serie de pasos casi que milimétricos de
un asesino.
La
exactitud pues lo es todo, y siempre que uno imagine y forje bien su labor —según
una técnica de filiaciones y modulaciones—, se crea “un signo para sí mismo”.
Pero como no siempre es así, el relato nos plantea de entrada que la primera
víctima de nuestro solitario asesino esté encuadrada en una ventana, donde los
cuerpos van de un lado a otro. Un fuera de campo que para el espectador, es cómplice
de lo que está por venir.
Por
otro lado, el personaje de Michael
Fassbender y con absorbente control del gesto —que se repite una y otra vez las
normas para seguir vivo y llevar a cabo su acometido—; de pronto son reglas
algo inadmisibles de llevar a cabo, pero entre lo que escuchamos y lo que
vemos, nos permite tener la sensación de que el asesino [me recuerda por instantes
a la leyenda de Charles Bronson y sus venganzas] saldrá bien librado.
La cinta de David Fincher es pues todo un decálogo del
cine de homicidas y sus ideas perturbadoras. Personajes lacónicos, insistentes controladores de lo existente,
y eso es lo que hace “El asesino”. ¿Y el espectador? Aguarda que algo se consuma,
porque su maña (la del habitante de sala de cine) es la de anhelar una lealtad esencial
que puede confundirse con frialdad, descartando lo que no aporta sentido.