Un monumental Martin Scorsese
que a través de un thriller en penumbra sobre la Norteamérica del comienzo de la
“fiebre del oro negro”, nos relata una historia basada en hechos reales cargada
de una plegaria sombría, honda y atenuada sobre aquellos seres buenos (el pueblo Osage), un agente del FBI (un Jesse Plemons para tener en cuenta
en los “Oscar”), y los malos: los bandidos Ernest Burkhart (un Leonardo
de Caprio excelente) y William Hale (Robert de Niro, en
la décima colaboración desde que en 1973 se conocieran en “Malas calles”). Al
mismo tiempo, el filme muestra el nacimiento del FBI.
Aunque no está demás enfatizar
que si el núcleo dramático del filme es ese matrimonio
entre Mollie y Ernest, es natural que la puesta en escena se contamine, en el
mejor de los sentidos, del latido de lo introspectivo, del valor de la palabra
y la mirada, que terminan por asentarse la épica del Western. De todas formas,
a mi juicio un comienzo pues con las indicaciones del Western, y a partir de la
primera hora de proyección, el filme nos seduce, pues se revela y entrevé lo
que está por venir. Aquí los resortes del thriller florecen.
Y es que esta trama a través
de ese cierta contraposición del antihéroe por concebir una tipificación de individuos
moralmente indignos. Por momentos, nos hace olvidar a las víctimas —un aspecto
interesante del guion—. Un gesto fílmico que Scorsese maneja muy bien, y que de
pronto, asimismo, nos traslada [y reitero] al western, ese género que ayudó a erigir
el retrato legendario que los Estados Unidos ostenta de sí mismo, y además, con
el designio de descubrir el exterminio que un grupo minoritario de personas blancas
ejecutaron para quedarse con el tesoro de los oriundos de Osage, en tierras de Oklahoma, y que eran puro petróleo. Todo eso, en pleno periodo dorado de
automatismo y urbanismo en desarrollo para automóviles tras la Gran Guerra.
¡Qué nada! esta detallada y honda
historia que nos refiere el maestro —a lo largo de más de tres horas de metraje—,
manifiesta una comprensión por la voz de un pueblo comprobadamente silenciado y
masacrado. “Killers of the Flower Moon” brinda al espectador pues un ejercicio
de memoria al olvido misterioso de lo que nos cuenta la cinta, y no es una aspiración
un tanto política. Martin Scorsese aborda su necesidad de contar la historia en
una elaboración gigantesca como un imperativo ético.
No me gustaría terminar mi análisis
de este filme, sin hacer una insinuación
a
Mizoguchi
y sus personajes femeninos. Seres completamente depurados y vivos para referirme
a Molly —la magnífica Lily Gladstone el corazón de la película de Scorsese—. Santos (1993) afirma que todo el
cine de Kenji Mizoguchi despliega “un conflicto clásico entre el giri (las obligaciones contraidas con la
familia, la sociedad y el Estado) y el ninjo
(o sentimientos personales)” (p. 65).
La cinta (muy norteamericana) mueve
sobre todo con su ritmo —medido con la música de Robbie Robertson—, esa brújula
con la que el director demanda a los habitantes de las salas de cine a que respire
un guion perfecto. Estamos por consiguiente, ante
un filme muy personal del maestro Scorsese logrando hasta una información final
lo acaecido, que no revelaremos para evitar el spoiler.
Como datos cinéfilos bien
interesantes, Scorsese congrega a sus dos actores fetiche: DiCaprio y De Niro —ambos
con colosales interpretaciones—, al igual que Lily Gladstone. De ellos,
observamos cómo se cumplen sus propósitos actorales. También es preciso citar
dos créditos importantes: la fotografía de Rodrigo Prieto, y Thelma Schoonmaker
en el montaje. Dos elementos para que el filme son un prodigio de síntesis
visual y ritmo.
Referencias
SANTOS, Antonio (1993): Kenji Mizoguchi. Madrid. Cátedra.