De regreso al festival de cine de Cannes por tercera
vez después de “Un hombre que grita” (Premio del jurado en 2010) el director de
cine chadiano Mahamat-Saleh Haroun retoma en “Lingui, lazos sagrados” el estilo
templado y paciente que caracterizó a “Estación seca” (2006). Un punto de vista
donde inclina toda la autoridad formal cinematográfica lograda en su
trayectoria y que le aprueba tratar con claridad y sencillez una trama
feminista de gran valor en una sociedad chadiana, subyugada por los hombres y
por los cánones religiosos.
Con base a lo anterior, estamos pues ante una película
tampoco muy lejana de la idiosincrasia de muchos pueblos en América Latina.
Esos personajes de niña-madre suelen tener acogida en el público por varias
razones. Una, de pronto, por la inmediatez del asunto, es el carácter valiente
de este tipo de personajes nada ajeno a la realidad de la vida. Y es que la
madre de la chica embarazada no ambiciona la protección de un hombre, por lo
que prescinde de las propuestas de matrimonio de su vecino, Brahim (Youssouf
Djaoro), y se dedica por completo al presente y al futuro de su hija (Anima).
Cuando Anima le anuncia que quiere abortar [“dejadme el albedrío sobre mi cuerpo”], algo que es ilegal
por la ley —un galeno se expone a 15 años de prisión— y por la religión, y la desesperanza
de su adolescencia que la empuja casi al suicidio. Amina llama a todas las
puertas posibles y cambia su punto de vista sobre el mundo.
Estamos pues ante un filme que es el retrato de una joven que
reta su destino con arrojo, y una piadosa relación madre-hija. Así mismo el
filme es una representación de un país donde las mujeres [a escondidas] se socorren
unas a las otras. La película, además afana sobre algunas siluetas arquetípicas
para crear una parábola moderna, donde cada plano está determinado con una mesura,
una luminosidad, y una intimidad esculpida por el director de fotografía, Mathieu
Giambini.