El
cineasta chileno Pablo Larraín remata su trilogía dedicada a las grandes
figuras femeninas del siglo XX con una imagen tan penetrante, fina y pesarosa
como intensamente sostenida por el resplandeciente trabajo de su intérprete en
esta ocasión Angelina Jolie como María Callas. Cuando en una entrevista de
Callas a un periodista le propone salir de su casa y escuchamos: “acompáñame dijo
la vida, y no necesariamente dice a donde”, entendemos mucho del punto de vista
de Callas sobre la vida misma.
La
película que pudo haberse titulado de otro modo, propone desde el presente el ocaso
de María Callas, que resiste a su adicción a todo tipo de medicinas gracias a
la compañía y vigilancia de su ama de llaves y su mayordomo; que combate a sus visiones
y a sus recuerdos, poniendo personal énfasis en sus “performances” y que concreta
el arco emocional de su heroína y su relación con el magnate Onassis.
Y
con un exquisito guion de Steven Knight sobre la biografía de María Callas,
también, podemos abordar el filme sobre la vida y la muerte. Y escudriñando un
poco la historia, fue Pasolini, quien la hizo debutar en el cine en “Medea”
(1969), y le dedicó un poema que a su vez me remite a la sentencia: “Sé cuánto me sobra, pero no cuánto
me falta”, escrita por Octavio Paz, y ese mismo arrojo de soltar lastre rige los
principales versos de quien se sabe ya póstumo en vida tras la finalización de
la candidez. “La música nace de la pobreza” (escuchamos a Callas en el filme,
evocando su infancia).
No
estamos pues estrictamente antes los últimos días de Callas en París, el filme prolonga
el itinerario de los dos trabajos anteriores del cineasta chileno (“Jackie” y “Spencer”),
sobre los que —y a su manera—, agradan. Y este que hoy analizamos, es un testimonio,
pero mucho más penetrante. Y eso gusta. La ópera induce a esa secuela:
transpone la cotidianidad a un escenario tan excesivamente irreal, tan
provocadoramente imaginario, tan abreviado y hasta divertido en su lógica, que
no queda otra que rendirse.