Antes de entrar al análisis de esta película, es
pertinente introducir un poco el personaje de la vida real Rudolf Höss. Si
bien, no hay mucho que destacar cunado lo apodaron el carnicero de Auschwitz (responsable
de la muerte de tres millones de personas); la película no va específica y visualmente
sobre ese crimen.
Lo interesante de la película de cineasta Jonathan
Glazer, es en cierta medida un descaro descriptivo, que no obstante, si no
busca en ningún instante tensión o angustia, la progresión dramática crece pues
la forma en cómo vive él y su familia contrasta enormemente con lo que pasa a
su alrededor (que no vemos, pero sabemos que ocurre) y que es cubierto por una
tapia [su esposa riega las flores a espaldas de Auschwitz]. Dicho en otras
palabras: hurga emociones desagradables con escenas encantadoras. Es —como si explicáramos—:
una conformidad visual y una distinción circunstancial —que es donde radica el
éxito del guion.
Pero no solo es la imagen visual o visual sonora, son unos
diálogos tan sosegados de la vida en familia, que nos sitúan más cerca del
sentimiento angustioso, que lo familiar en la vida de un criminal (murió a los
93 años y la historia le recuerda en la cárcel de Spandau, en Berlín, tras más
de 40 años de cautiverio). Claro que esto no lo plantea el filme, que recrea de
forma serena y tranquila una vida en familia, y nos permite pensar cómo puede
ser que un hombre (tan asesino) pueda llevar una buena vida como un buen marido,
y padre que lee cuentos a sus hijos sin remordimiento alguno.
Un componente que halla su zona de interés por otro
lado, son los intérpretes: el comandante nazi que encarna Christian Friedel, y
ella, una señora de su casa y sus labores, que interpreta Sandra Hüller (la
vimos recientemente en “Anatomía de una caída”) y que aquí está superlativa, quedando
aferrada a su futilidad.
En lo estrictamente cinematográfico y ahí su valor y
diseño visual: lo “fuera de campo” [todo aquello que queda fuera del encuadre
del plano] y donde se es consciente de las entrañas y las emociones de lo que
no vemos —estructura pregnante—, pero que “vemos” por los sentimientos que
priorizan sobre dos cosas: de lo que es indecible e inimaginable, y la vida
miserable de Höss (aunque lleve una vida placentera).
Por otro lado, a modo de clase magistral de Glazer, es
la luminosidad o emoción que irradia las imágenes. Lo cierto es que las imágenes sujetan algo que
repercute su mera apariencia: “Las imágenes se cargan, se habitan, albergan recuerdos,
transmiten experiencias […] y, en medio de esa compleja naturaleza, nos
situamos nosotros como sujetos que participan de un acto perceptivo en el que
todo ello cobra sentido” (López de Munain, 2017). Así, la imagen, se transforma
en algo que escapa de un simple miramiento aislado para imbricarse —ineluctable—,
con el receptor.
Como punto de partida a lo anteriormente señalado,
recordar las reflexiones de Walter Benjamin a propósito del “aura” (de la
imagen) a modo de soporte conceptual para tratar de ahondar en estos resbaladizos
tópicos. Deliberar el aura es pensar a su vez, su apariencia, el
“revestimiento” de la imagen; aquello que fortalece o empuja el objeto y que —al
mismo tiempo—, lo transfigura en una experiencia endosable y social. Para Catherine
Perret, el “aura” es una noción dialéctica adecuada para la experiencia
dialéctica.
Referencia
López de Munain, Gorka (2017) “Imagen aurática y
experiencia», e-imagen, Revista 2.0, Sans Soleil Ediciones, España-Argentina