El cineasta chileno Pablo Larraín da ahora un paso más
en su filmografía al incursionar en el género de la comedia negra — se
identifica por tratar temas tabú, afrontados de manera sarcástica— y presentar
una película de vampiros. En “El Conde”, Augusto Pinochet es un vampiro (“Usted
me pone sangre en la comida para que yo siga viviendo”, le escuchamos decir).
No es un vampiro metafórico, aunque bien podría ser. De todas formas, es un
vampiro de 250 años que muerde y vuela. La película del cineasta Larraín es
palpablemente de un incisivo sarcasmo político, aunque dicha sátira no funciona
igual en todo el metraje.
Las comedias negras no son para todos los públicos,
algunos espectadores se pueden sentir insultados por esas historias que
conciertan el drama con el humor y argumentos complejos que pueden llegar a
ocasionar polémicas. Al final, la razón no importa, lo que interesa es que
estas son historias complicadas que ponen a prueba nuestra firmeza emocional.
“El Conde” en lo estrictamente cinematográfico, tiene
en un alto porcentaje diálogos y situaciones espléndidas. No obstante, entre
las cosas que hay que destacar, es la admirable mirada de la fotografía en
blanco y negro de Edward Lachman —reconocido por sus colaboraciones con Todd
Haynes—, que sujeta una sublime y bella composición que, en cierto momento,
llega inclusive a recordar las obras del llamado expresionismo alemán. Sin
embargo, pese a esta virtud, y no obstante lo oportuno y poco vehemente de la
propia fábula, esta se despliega de forma exagerada (sentimiento expresado y
sentido por el ritmo del filme).
Auscultado los diálogos —a veces eternos— para exponer
a través de un juego tan perspicaz como malévolo el lado más tenebroso de la
historia de algunos personajes a través de sus interlocutores —las componendas
de la mujer de Pinochet y sus hijos para conseguir su imperio o su riqueza, el
del asistente personal del dictador, la monja o auditora que llega a la casa
del dictador para interrogar el entorno y, a priori, exigir cierta rendición de
cuentas— nos lleva en varios momentos al cine de género. Y aunque no sea una
película esencialmente de terror, un buen ejemplo quizás, sobre lo ya mencionado
sería “Postmortem” (2010) del mismo cineasta chileno, que posee la atmósfera,
la violencia y la condición ofuscada propia de ese género.
Una vez establecida por la propia narrativa del filme
que Pinochet es un abusador sombrío (a partir de la mitad del filme, o quizá
antes), no logra conspirar tanto contra el espectador. Tras el prólogo de la
Revolución Francesa en la película, vemos los últimos años Pinochet desterrados
en una finca con su familia. ¿Qué se logra con ello? Origina un entrometido
resultado elíptico, ya que todo el camino de Augusto Pinochet —aquellos hitos
durante su larga vida de dictador— y de “vampiro”, son válidas herramientas
para observar el ocaso claustrofóbico del personaje de marras.
Dicho de otro modo, paradójicamente el filme “El Conde”
confiere al dictador Pinochet una naturaleza perenne y mitológica, pero al
mismo tiempo, lo somete a un personaje grotesco, despintado e inmoral, al
margen de sus coterráneos y de su tiempo. Es por eso —y lo planteo sin duda
alguna— que el director apuesta por colocar su película con una lógica
narrativa que, por instantes recuerda a la añeja destreza de un axiomático cine
orgánico: apropiar metódicamente las acciones de tal modo que acorralen —a
través del montaje— una lógica milimétrica.
Cada escena intachablemente medida, controlada en su
concreta fuerza narrativa —y rodada con un estilo y un compromiso del blanco y
negro— un enfoque diferente de la misma tragedia sobre el desamor y el olvido.