El documental “Toro”, de Adriana Bernal y Ginna
Ortega, pone el lente en Hernando Toro, un personaje del mundo de la
fotografía. Si bien, durante diez años él hizo de su celda en la cárcel Modelo
de Barcelona (España), un estudio de fotografía en el que plasmaba a homicidas
y ladrones del penal, al mismo tiempo, los ilustraba sobre los secretos de los
encuadres, la velocidad de obturación y el Iso (perdón por el spoiler).
Pero también, a través de su insolencia y desparpajo
observado en el documental testimonial, el artista revela los prejuicios y
parte de su vida de doble moral; lo que permite —y es lo interesante del
documental— detenerse en puntos de vista de un hombre que a la larga es eso: un
tipo sin complejos y limites sobre la vida frente y detrás de la fotografía.
Al mismo tiempo, el documental con ese expediente de
la edificación de imágenes sin una narración clásica, es asimismo utilizado por
las cineastas en la casa del artista y otras locaciones y fotografías. Inclusive,
podríamos precisar esta estratagema con una expresión cinematográfica: hablar
de una ausencia de raccord —ajuste— en algunas y diferentes imágenes que
componen el relato en su totalidad.
De todas formas, sobre lo anterior y lo observado en
el documental, la primera pregunta es, qué hay detrás del fotógrafo colombiano,
y las probabilidades estadísticas del amor por dentro y por fuera del alma del
artista. Visto así el asunto, la fotografía del artista —y del filme (al azar)
— es entendida además, por muchos supuestos, por su función de memoria. Sobre
este pensamiento en su libro “El Beso de Judas, Fotografía y verdad”,
Fontcuberta (2006) afirma:
El potencial expresivo de cualquier fotografía se
estratifica en diferentes grados de pertinencia informativa [y memoria diría
yo]. Es el salto arbitrario, aleatorio, contingente de un grado al otro lo que
asigna el sentido y da su valor de mensaje a la imagen (p.15)
A través del documental pues, no solo nos enteramos
del personaje y fotógrafo, sino de todas sus experiencias. Toro no se abruma
con el retrato, lo que permite de algún modo cierta resistencia en el encuentro
entre una imagen absoluta y la imagen “que subsiste” entre el blanco y el
negro. La primera, es incorporada a la conducta y control que niega cualquier
eventualidad de reconocimiento de la diferencia.
La segunda imagen, amontona una doble
tirantez en si misma ya que no busca revertir la imagen de individualización y
exclusión; a la vez que asimismo es la encargada de una nueva vida. Toro advierte
por tanto la naturalización de la no prohibición de las experiencias de vida
precedentes, fondeando la historia a manera de reinserción para quienes nos
ubicamos como espectadores.
La
relación entre estas dos características del lenguaje fotográfico hace viable
poner en evidencia, por una parte, la categoría de la fotografía como un medio
idóneo para sondear el argumento de cierta clarividencia de lo real y lo
artificioso, y por la otra, el valor de la creación artística en cuanto
instrumento apto de fragmentar formas preestablecidas y destrabar en el
espectador titubeos e interrogantes sobre su propia visión del universo. Sontac
(1977) afirma:
Las
fotografías, que manosean la escala del mundo, son a su vez reducidas,
ampliadas, recortadas, retocadas, manipuladas, trucadas. Envejecen, atacadas
por las consabidas dolencias de los objetos de papel; desaparecen; se hacen
valiosas, y se compran y venden; se reproducen (p. 17).
Qué
nada. El acto fotográfico, si bien es una manera de refrendar la experiencia, es
igualmente un modo de rechazarla. “Toro” un filme donde la imagen es un
recuerdo.