Dos aspectos al escribir sobre esta película, que a mi
modo de ver, resulta agradable divertida. Primero que la trama está involucrada
en una obra de teatro llamada La ratonera (1952) escrita por Agatha Christie. Y
segundo, que esta película-novela-policiaca, trata del subgénero whodunit, es
decir, de un relato centrado en revelar quién de los presentes realizó un
crimen [ocurrido habitualmente en espacios cerrados], en este caso en un
proscenio de teatro en Londres.
Ante la presencia del detective Sam Rockwell de bigote
tupido y su acompañante, tendrán pues la tarea de descubrir un asesino en el
desarrollo de la obra de teatro de Christie. Y es a través de pistas falsas, el
guion señala una serie de sospechosos, y con un tono lúdico. Este concepto me
lleva a otra idea importante y es el carácter de meta discurso del filme. Propuesta introducida por Vande Kopple (1985) y Crismore et al
(1993), al definirlo como “el material lingüístico, hablado o escrito, que no
añade nada desde el punto de vista proposicional o de contenido, pero ayuda al
receptor del texto a organizar, interpretar y evaluar la información dada”
(traducción propia) (Crismore et alii 1993: 40). Y de eso trata el relato cinematográfico
de la cinta, dirigida por Tom George.
La verdad hay que tener la disposición de llevar a
cabo esta trama desde este punto de vista, y que en ningún momento incomoda.
Cuando la película abre con en las fuera del Teatro Ambassadors en 1953, con el misterio
envolviendo su función número 100 [aun hoy día siguen las funciones interrumpidamente].
Justo antes del telón, un telegrama de Agatha es enviado al teatro explicando que no
asistirá a la fiesta después de todo, pero que ha enviado un gran pastel. En 10
minutos, alguien está muerto en el camerino. Y paro de contar. Lo siguiente es
toda una gama de situaciones y diálogos que se circunscriben al más exquisito
plato de comida, y deleitarnos de su “good taste”.