Steven Spielberg tenía 10 años cuando se estrenó “West
Side Story” en Broadway. Seis décadas después, el cineasta rinde homenaje con
un remake lo sobradamente parecido a la cinta de Robert Wise y Jerome Robbins, si
bien trasformada para aproximarla a los tiempos presentes Robbins [una prueba
de ello es la incorporación de la versión “La borinqueña” (“nosotros queremos
la libertad, nuestros machetes nos la darán”)], y a su propia experiencia.
En medio de dos bandas juveniles que rivalizan, de trifulcas sin
futuro, unos “Romeo y Julieta” aparecen en escena para envolver las cosas. Ella
es María (interpretada por la actriz de raíces colombianas Rachel Zegler), y él
es Tony (Ansel Elgort). Al escribir sobre esta obra maestra y ver la presencia
también de la actriz Rita Moreno (trabajó en la primera cinta), hoy con 90 años;
hay que evocar que precisamente ganó el Oscar en 1961 en su roll de Anita y se
convirtió en la primera actriz latinoamericana en alzarse con un premio de la
Academia de Hollywood.
“West side story” es una película que relata con mucha
consciencia y psicología los asuntos de la juventud que vive en los barrios
marginales, y, sin hipocresía, evita algunos temas [con base en la idea
original] ataviados de modernidad. En hipótesis está todo dicho, y lo que ajustaría ser
un relato dividido sobre el arrojo de los Jets, irlandeses de segunda
generación, y los Sharks, inmigrantes puertorriqueños que llegaron más tarde
pero que progresaron en la zona; no obstante, entre otras cosas, debemos
observar un retrato sobre la independencia y autoestima de algunos personajes [danzando
frente a una cámara majestuosa y mágica, mientras nos deleitamos con la
iluminación de Janusz Kaminski].
Sin llegar a un análisis de los rituales y exorcismo
de un pequeño sector marginal, donde el único y popular interés (en apariencia)
es luchar contra la heredad; el filme cargado de una coreografía y danza
exultante, me recuerda — ¡cómo no!— una
vez más y con gusto, la secuencia de la
canción “América” [obsérvela y comparta su intuición]. Es la escena que sujeta parte del corazón de la
película, que pide al habitante de la sala de cine, que no se disipe en la imagen, que
inhale la atmósfera de esas calles aparentemente silenciosas, rotas a veces
fortuitamente por los gritos de libertad.
Pero el filme también nos habla de una historia de
amor ampliamente conocida por cualquier espectador y cinéfilo. Los amores
imposibles se convierten en el insuperable diáfano eje de un discurso nada
misterioso como sorprendente de escrutar. La joven María [permítame la
licencia] no decide dejar de amar a su Tony y, estaría por creer, como
cualquier romántico empedernido, que mantendrá aún después y a pesar de todo, conversaciones con él, gracias a ese espectro
que, tan pronto adopta la forma de celuloide siempre que estemos en una sala de
cine, inagotablemente estamos dispuestos a repetir. Gracias Spielberg por
dejarnos tu sensibilidad y maestría como un cineasta que lo ha dejado todo en
el rodaje.
Gonzalo Restrepo Sánchez
www.elcinesinirmaslejos.com.co