Cuando vi por primera
vez “Días de vino y rosas”, de Blake Edwards pensé que era el mejor drama en la historia
del cine sobre los catastróficos efectos del alcohol, pero, tras visionar “Días
sin huella” creo que nos deja más perplejo sobre la dependencia del alcohol.
El asunto va de un
escritor fracasado, un vividor, un tipo seductor
y culto, cuyo único martirio procede de no tener a su lado una botella llena de
whisky y henchida de los efluvios cuando no se está dentro de uno (o a lo mejor
sí, en el sentido de encontrarse en su “estado natural”: locuaz hasta el
tuétano. Algo que le suele pasar a más de un mortal en el planeta.
De manera que Billy
Wilder, sin subterfugio argumental cualquiera, nos describe un proceso de
autodestrucción feroz. Un pleito que llevará a Don (un soberbio Ray Milland,
por cierto; aunque, debo reconocer que no fue un actor de mis afectos) al
delirium tremens. Y es que con la sola idea de escabullirse del pabellón de
alcohólicos y llegar a casas de empeños para conseguir unos dólares y
fundírselos bebiendo, implorando en algunos instantes de su vida en ruinas una
copa más al barman del bar de cualquier esquina, nos demuestra lo que Fromm
alguna vez sentencio; ¡Nada de lo humano me es ajeno!
Gonzalo
Restrepo Sánchez
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