Sorrentino disecciona
con la cámara (bien afilada) a una cultura hipócrita y sus principales actores
(todos nosotros los mortales), quienes en busca de todo, a la larga no
perseguimos nada, que ya es mucho, pues la quimera cuando no vemos más allá de
lo visible, es mucho si nos atenemos a que la entelequia resulta más insuficiente
en la vida, que luchar por ella (“Seamos mundanos”, escuchamos en la cinta).
Así que estamos ante
una película que en mi caso, evoca a una “Dolce vita”, en el sentido de
“ahondar en lo vano”, aunque suene a un exabrupto lo que escribo. Ahondar en lo
superficial, es descender en nada, que es lo mismo que ahondar mucho, si nos
atenemos que los humanos, sean cuales sean sus condiciones de raza o de
sociedad, no buscamos lo que deberíamos hallar, si no encontrar la sobornable
por uno mismo: la conciencia (“Soy un artista, no tengo que explicarme”, escuchamos en la película).
Ahora, qué duda cabe
que la Roma sirve para todo esto, pues es la ciudad que nos sirve transitar por
esa Via Veneto, la fuente de Trevi, las ruinas (la escena de la mujer desnuda,
recordar la frase: “¡No me quiero!”), etc.; y transitar los caminos más
hedonistas, masoquistas y metafísicos de cualquier mortal.
Gonzalo Restrepo Sánchez
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