Si bien la
historia es sencilla —una serie de descubrimientos en la vida de Salvador
Mallo, un director de cine (encarnando por Antonio Banderas) en su ocaso—, la
fábula ausculta más bien las interioridades de un ser humano. En este sentido,
la película “Dolor y gloria” es un trazo autobiográfico.
La historia
que arranca con breve flash back (la infancia) de Salvador, nos introduce de
entrada en ese mundo del cine y sus reconcomios a través del coloquio entre los
personajes de la historia. De manera que entre diálogos (los interiores
también) y el flash back, la narrativa es brillante y pausada, digna de un Almodóvar
depurado en su arte. Y es si bien esta película logra buenos niveles de
impacto emocional, asimismo forzará a más de uno a no retirar la mirada de la
pantalla.
Tan distinguidamente
iluminada esta cinta por José Luis Alcaine y la música de Alberto Iglesias, tenemos
la libertad de asistir a un filme familiar y a la vez novedoso —por lo personal—
del cineasta. Y es que la devoción (si es que existe por nuestro propio ser) no se
convierte en la única condición de sobrellevar el desasosiego. Sin lugar a
dudas, la película se debate entre (o con) la nostalgia cinéfila, el amor materno o las
relaciones tormentosas.
El
protagonista, que desde el principio recela de tanta realidad (“Era el hombre
más solo que la muerte ha visto jamás”, se dice para sí), aborda su soledad y,
parece ser lo único consciente del absurdo que cree lo rodea. A fin de cuentas,
todo conduce a la necesidad urgente de volver a lo de antes: en cierta medida
al feroz mundo en el que se ha arrastrado (en el mejor de los sentidos).
Gonzalo
Restrepo Sánchez
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