La película alemana que hoy nos ocupa, tras un furioso
prólogo, arranca en el tercer año de la Primera Guerra Mundial, durante la
primavera al norte de Alemania, para mostrarnos a través de un adolescente alemán llamado Paul Bäumer (Felix
Kammerer) cómo se alista en el ejército y, después de un prolongado tiempo, la
realidad de la guerra de trincheras que ha tenido que vivir y que debe hacer
todo lo viable para mantenerse vivo.
Esta es la tercera adaptación cinematográfica de
la célebre novela de Erich Maria Remarque, una invectiva tan eficaz en su
reminiscencia de las circunstancias de la guerra y tan explícita en su condescendencia
hacia el pacifismo; que fue una de las muchas obras literarias que los nazis
quemaron sistemáticamente. La primera adaptación cinematográfica se realizó en
1930, escasamente un año después de su divulgación, ganando a la Mejor Película
en la tercera edición de los Premios de la Academia; luego se convirtió en una
película para televisión con Ernest Borgnine a fines de la década de 1970, y la
de ahora, una magistral adaptación.
La puesta en escena, es impactante, y lo es por
su limpieza, su iluminación y sus proporcionados encuadres. La música
extradiegética, más autónoma de vínculos técnicos [y eso hace el relato más
franco]. Además, una musicalidad que encaja con cierto contraste que, pese a la
cadencia, trasfiere una cierta zozobra casi extemporánea [y de ahí su
importancia]. Película pues tan tensa como
penetrante. Muy poco dialogada, con extensos instantes de confrontaciones entre
franceses y alemanes, casi siempre a bordo del devenir de situaciones con esquemas bien
consabidos de continuidad cinematográfica.
Uno
de los aciertos de la película y de su director Edward Berger [y creemos fiel
al libro], es decrecer a una progresión dramática o narrativa, para que en su
lugar; se relacionen eventos bélicos agresivos que apenas se diferencian unos
de otros. Y más allá de la ineludible maniobra de la permanencia y las fechas
que encuadran el conflicto bélico, el hilo conductor de un chico siempre presto
a estimarse él mismo su valor [sin lugar a dudas, e mismo Erich Maria Remarque,
pues fue quien escribió el libro].
Por
otro lado, el protagonista, como decíamos, un joven llamado Paul, si bien
podría ser cualquiera de nosotros, con unos dos o tres impactantes planos y
secuencias en medio de las trincheras [evocando un Kubrick en “Senderos de gloria”],
y ya en parte meridional de la cinta; una vez más y a través de cierto diálogos
[“todos tenemos que morir” y “pero no en la recta final”] el postulado no deja
de exaltar que en instantes de los afectos, todos tenemos que coexistir por el ansia
de vivir, aunque suene a tautológico.
Con
todo, muchos expertos coinciden que en el filme “Sin novedad en el frente” solicita
la dimensión humanista. Se centra además en unos pocos de estos soldados de
guerra, no formaliza una visión periférica, sino intimista y cercana. Y así, a
lo largo de las casi dos horas y media de metraje, no queda más satisfacción
que acompañar, de cerca, sus requerimientos dramáticos e ideológicos. Hay
incluso escenas ajenas al conflicto, en que salen a relucir parte de las
emociones e identidades de los personajes [no todos], más allá de las
condicionadas; en particular las entre Paul y su referente Stanislaus, donde escasamente
hay que saber nada de uno ni otro para concebirlos y emocionarnos.
El
tramo final de la cinta y sobre ese escudriñamiento sobre patriotismos, y con
emocionantes y espléndidamente rodadas escenas de ese “silencio de la guerra”
[la muerte], presume una excelente culminación para una obra de cine más que
notable, de visionado algo arduo para los amantes de la acción bélica, pero innegablemente
con un final de los que hielan la sangre, descubriendo que la vida hay que
vivirla, y sin novedad en el frente.