martes, 23 de octubre de 2018

Ha nacido una estrella


Se exhibe en nuestras carteleras: “Ha nacido una estrella” dirigida por Bradley Cooper ha tenido cuatro versiones más: Una en 1937  con Fredric March y  Janet Gaynor, otra en 1954 de George Cukor con Judy Garland, James Mason, la otra en 1976 con Barbra Streisand y Kris Kristofferson, y, una versión japonesa en dibujos animados. En todas las versiones, el asunto va del declive del hombre artista y el fulgurante éxito de la mujer artista.


Si bien mi favorita es la de 1976, la actual versión no cae en el ostracismo y mantiene los resortes del melodrama amén de la historia de dos seres humanos que siguen cosmos opuestos a pesar de estar unidos en todos los aspectos emocionales y afectivos. Y es que desde este punto de vista, la misma escala de importancia que en el guion prevalece, atiende una narración que se respalda en la forma de vida que llevan los seres humanos sin importar nada y de un ejercicio del amor, lo que en cierto modo prefigura la vida para bien y para mal.
Al menos, lo anterior se puede “leer” en esta propuesta que es dirigida y actuada por Bradley Cooper con relativo éxito. Sin un marcado interés por venerar, dentro de lo viable, los sucesos afortunados y desafortunados por una de las parejas (el personaje de Cooper y no el de Lady Gaga), el guion le otorga gran valor a los diálogos y la letra de las canciones, las cuales reflejan el vehículo más seguro para ceder no solo informaciones puntuales de la coyuntura en una relación de pareja, sin los intervalos de la disputa por los espacios, sino afirmar los estados de ánimo de los personajes.
Sin complots o intentos insustanciales por ganar una batalla de la cual no se sabe a ciencia cierta quien resultará vencedor (si ella o él), y siendo el mismo destino el que termine concretando la suerte o desgracia de los implicados. Una irrupción en escena de ese “espectro” que se materializa concretamente en el cuerpo de los personajes (aunque no están interesados), y la forma visible y palpable las letras de las canciones que fluyen: es de agradecer, pues la “música es como el rostro de una mujer al que hay que adorar”.
Es llamativo pues, como a nivel del argumento: el que Cooper (cineasta) no recurra consecutivamente al shock de lo inadvertido como expediente narrativo. El espectador sabe que el personaje Jackson Maine va por un callejón sin salida.
Punto aparte merece una acotación del trabajo de Lady Gaga a quien este cronista creía no ser un rostro para el cine, pero creo que ha nacido una estrella. Su voz, su rostro, su mirada, sirven para que la auténtica artista del relato, no apele a los clichés como medio de dirigir sus naufragios (que no los tiene) o anhelos. Ahí disfrutamos pues en esta cinta y sin lugar a dudas, un axioma muy certero de una artista que sin intento y prueba estética alguna, está muy alejada de la fabricación a medida que realiza Hollywood de mujeres sentenciadas a la apreciación masiva de un público consumista y mediado por las corrientes decorativas del momento.