Si algo —de las muchas cosas— que quedó sosegado en mi
mente sobre el pensamiento del escritor colombiano Gabriel García Márquez, fue
el día que escuché con su gracejo particular, que uno de sus libros —y autores—
favoritos era “Mientras agonizo”, de William Faulkner. No tardé mucho para
darme a la tarea de buscar el texto del escritor estadounidense. Si algo queda
claro de este texto en la mente de cualquier lector, es lo que dice Addie
Bundreu mientras agoniza: Entonces sólo recordaba que mi padre decía, que el
sentido de la vida era prepararse para estar muerto mucho tiempo.
Con base en este intertexto, y ateniéndonos a la
jactancia de García Márquez a Faulkner, en los cuentos y novelas de Gabo—y es
preciso enfatizar que no es un palimpsesto—, lo podemos de pronto discurrir e
imaginar a lo largo de su obra literaria. Aunque la muerte no es precisamente
una de sus obsesiones menos ofuscadas pero sí alucinadas; en el texto “La
tercera resignación” el protagonista piensa: ¡Qué bien se acostumbraría a su
nueva vida de muerto! Entiendo que aquí merodeamos a la nada ofuscada idea de
Faulkner.
Si bien en el texto “El ahogado más hermoso del mundo”:
Esteban Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el
cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de
rémora y de lodo. No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un
muerto ajeno. Y como en “El mar del tiempo perdido” la esposa del viejo Jacob
predice su muerte; advirtamos con obvia razón, algunos otros mitemas sobre la
muerte y, donde los huesos —como una filiación para sus descendientes— son
necesariamente los elementos analógicos a la defunción.
En el texto “La increíble y triste historia de la
cándida Eréndira y su abuela desalmada”, inexcusablemente la abuela y Eréndira
trasladan los huesos de los Amadises padre e hijo en un baúl “en la impunidad del desierto”. En esta clase
de mitemas, también encaja Rebeca cuando llega a Macondo en “Cien años de
soledad” con los huesos de sus padres. Si bien en la novela “El amor en los
tiempos del cólera”, Fermina Daza dice: “la gente que uno quiere debería
morirse con todas sus cosas”; cuando ella expulsa a su hija de su residencia y
para certificar o legitimar la sensatez de su amenaza, invoca “los restos de mi
madre”. Aquí el mitema es templado en el sentido de que la vaina va en serio.
Esto mismo (que la vaina va en serio), lo podemos vislumbrar en “Cien años de
soledad”: Úrsula amenaza a su marido con convertirse en el primer muerto debajo
de la tierra para que los hombres no se vayan de Macondo —una vez más, en este
arbitraje, se equipara con el pensamiento de Faulkner.
En el cuento “La otra costilla de la muerte” el
protagonista siente miedo de la aparición de su hermano recién muerto —mitema
este de los espectros bastante prolijo en obra garciamarquiana—. Tenía la
impresión, la certidumbre física de que alguien había entrado mientras él
dormía. Sin embargo estaba solo. Analicemos dos ejemplos más en este sentido
espectral: En “La tercera resignación” podemos leer y repasar: Estaba en su
ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que
si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos
“espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse
de muerte que era su enfermedad. En el cuento “La viuda de Montiel (llevado
también al cine y dirigido por el cineasta chileno Miguel Littin) encontramos
otro bien interesante:
... se quedó dormida con la cabeza doblada. La mano
con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio
con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los
pulgares. Le preguntó:
— ¿Cuándo me voy a morir?
La Mamá Grande levantó la cabeza.
—Cuando te empiece el cansancio del brazo.
Resulta obvio —si nos atenemos a la fábula—, que en la
interpretación mito analítica en “Del amor y otros demonios”, pueden resultar y
trascender más mitemas que en cualquier otro texto de García Márquez sobre la
muerte. Pero uno de los mitemas que más me magnetiza, diferenciándose de los
demás por su signo mágico, lo tropezamos en “El amor en los tiempos del cólera”:
El Ángel de la muerte flotó un instante en la penumbra fresca de la oficina, y
volvió a salir por la ventana dejando a su paso un reguero de plumas, pero el
niño no las vio. El Ángel de la muerte, en su semema más amplio posiblemente (y
digo posiblemente), es la poderosa metáfora que podemos medir como “El Ángel
exterminador” (parafraseando el filme del cineasta Luis Buñuel rodado en el año
de 1962). El Ángel de la muerte puede compararse con el también llamado ángel
del abismo (Apocalipsis, 9:11).
En este argumento, las disquisiciones y comparaciones
también nos remiten y evocan a Un señor muy viejo con unas alas enormes:
Perpetuemos: Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave
extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a
una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó
con una mirada para sacarlos del error.
—Es un ángel —les dijo—. Seguro que venía por el niño,
pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Si se me permite y como señala Danièle Chauvin, que la
intertextualidad es incluso en muchos casos uno de los procesos fundamentales
para la edificación, es decir, para la perennidad del mito; Gabo como cualquier
mortal nunca quiso morir, y como alguna vez sentenció a una periodista en una
entrevista: (En todo caso)…ver vivo “del otro lado” a través de una rendija.
Esta expresión de alguna manera la identificamos y asemejamos en el texto Eva
está dentro de su gato —…saber de ese otro universo físico que se movía fuera
de su mundo—. Además en la preexistencia de sus personajes: los hace caminar
entre los vivos —que les ven y les hablan—. Una añoranza desde el punto de
vista de la subjetividad, es en el caso de José Arcadio ya muerto que, flotando
en el agua de la alberca, sigue sintiendo nostalgia por Amaranta.
Queda pues apacible que la visión onírica de Gabo —a
través de los interlocutores en todos sus textos— es el lugar elegido para
encontrarse con los espíritus de los muertos que interfieren en la vida de los
vivos. Un misterio de búsqueda permanente sobre la realidad sin tratar de
resolver sigilos y arcanos.
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