Esta
sencilla historia de amor filial, más que plantear reivindicaciones
paternalistas entre padre e hija, podemos enfatizar que el cineasta caribeño
Roberto Flores Prieto (valió la pena esperar un poco) tapiza lo elemental del
asunto, con un innegable poderío visual, por momentos impostada y que, con los
silencios propios de quien habla consigo mismo; hace constancia
contemplativa, resignada, lenta, en las costas del mar Caribe: el crepúsculo
matutino, la aurora, el mar, la lluvia, etc.
Quizás esta película
sea un homenaje al cine del mexicano Carlos Reygadas (“Luz silenciosa”), donde
el ritmo y el tempo son unos elementos vitales para la historia, en el cual
también podemos precisar que los diálogos son insustanciales, pero es que la
vida anodina del personaje principal llamado Manrique, parece consumirse en la soledad y la
vejez.
Estamos pues ante un buen film que con tomas larguísimas y escasos primeros planos que son la fórmula propia
para la poética de su paisajismo (sensorial) y para imbuir en la profundidad
del espacio; auxiliado por una luz amarilla (pero no el amarillo que usted
cree sino el del Caribe colombiano), y que con un amanecer y un ocaso, proyecta el pobre destino de Manrique
(Marlon Moreno). ¡Y es que él lo quiere así!
Gonzalo Restrepo Sánchez
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