Película escrita y dirigida por Nadine Labaki. Una
talentosa cineasta que utiliza la imagen, sabiendo que su poderío está en la
sensibilidad, y con el plus de la virtud narrativa que se mantiene sobre la
admirable interpretación del novísimo Zain Al Rafeea.
Ambientada en los más tórridos lugares de pobreza por
no señalar categóricamente el lumpen en los extrarradios de Beirut y al más
abyecto de los abyectos en este injusto mundo en el que vivimos, la película
entre el melodrama y el documental nos muestra a un niño de doce años que
denuncia a sus propios padres por haberle traído al mundo para nada. Ni
siquiera el de suministrarle lo esencial para llevar una vida como Dios manda.
Con base en lo anterior, esta historia no le dejará en
paz su alma hasta exorcizar todo aquello que nunca aceptamos, pero que está
ahí: miseria y pobreza, por citar dos términos bien audibles quizá, pero lo que
puede llegar a atormentar es que los criminales más tesos de este mundo no sea
necesariamente la sociedad o el hombre, sino los mismos padres en condición de
pobreza extrema.
Y es que la pobreza esclava de tanto infortunio, es lo
más maldito que hay sobre la faz de la tierra. De todas formas la película es
una cinta sobre lo abyecto y aunque se desdobla a ritmo pausado, queriendo
buscar un tono introspectivo y apoyándose en diálogos cargados de veracidad y
cierta opresión, todo sale del tópico cuando el niño Zain muestra la realidad
verdadera sobre la miseria, exclusión y marginalidad.
Gamines de la calle hasta tal punto que ya no sabemos
si su turbación está justificada o se trata de un fulgor de espanto que resulta
ser un camino sin salida cuya luz eternamente parpadea y que terminará fallando
en el momento más inadecuado. O, ¿ese faro que no hay manera de que funcione
decentemente justo cuando más la necesitamos? ¡No lo sé! Por lo pronto una
película para meditar.
Gonzalo Restrepo Sánchez
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