Cada vez que el
cineasta Ciro Guerra realiza una película, pone más alto el listón para
alcanzar su propia voz en el relato cinematográfico. En esta oportunidad con
“El abrazo de la serpiente”, sólo el tiempo dirá la envergadura de esta cinta
que le dará la vuelta al mundo, aunque no produzca un peso en su país. Pero es
que la vida de las películas es así.
Esta historia basada
en hechos reales, evita cualquier deus ex machina y se centra en aquello que le
interesa. Y con una cámara que no se siente, es a modo de road movie, la
expedición del ser humano en pasajes poco conocidos por el hombre deseoso de
buscar algo más allá del encuentro con uno mismo. Si aceptamos este punto de
partida, la película entre el flash back y el presente, va debelando que
todo es posible gracias a la terquedad, aunque de pronto se confabule todo
hacia uno mismo y no pase nada.
De manera que en unos
paisajes, nunca antes visto en películas de ficción colombianas, verdaderamente
en la Amazonía colombiana impera su majestuosidad. Además, con la fotografía en
blanco y negro, sumerge el espacio en un tono de misterio. Gracias a esto, el
cineasta encuentra el uso de la ficción (como ordenan los cánones de la
etnografía audiovisual), como una condición más pertinente de acercarse al
cosmos simbólico de las sociedades.
De manera que el
cineasta caribeño se recrea en una fastuosidad digna de un Ford, o de un
Antonioni. Un viaje por las amazonas hasta la cumbre de la muerte, llevando
consigo su nihilismo. Y es que “somos lo que somos, porque otros fueron lo que
fueron”. Podríamos inscribir en esta misma idea, no tanto porque trate de
algo imposible (de hecho no lo es), sino por la forma en que Ciro Guerra juega
al misterio, proponiendo al folklore ancestral y a la religión como elementos
de fuego eterno.
Sin temor a
equivocarme, la historia del cine colombiano dirá en su momento (no muy lejos),
que "El abrazo de la serpiente" es la más importante película del
cine nacional. Por muchas razones, pero una, es que si el cine ha de servir
para contar algo más que historias, la película de Ciro Guerra deja en la
memoria audiovisual nacional, un trabajo perfecto sobre una región del país
olvidada, tanto ayer como hoy. Además, le impregna todo el misterio y grandiosidad
a una cultura aún por mirar con otros ojos.
Pero en el tratamiento
cinematográfico, el cineasta se recrea con una cámara limpia de todo impulso
por el sobresalto. Una lección del buen manejo de la cámara, que nos remite al
pensamiento de Bergman cuando sentenció que la cámara es el corazón del
cineasta. En la del cineasta Ciro Guerra, mucha espontaneidad. Pero hay razones
desde el punto de vista de etnografía audiovisual, donde (y sin temor a
equivocarme), bien vale la pena observar y detenerse un poco.
Si Jean Rouch es el
creador del “cine directo”, por lo que Robert Flaherty y Dziga Vertov en su
momento llamaron “cine-verdad”. Guerra asume una actitud de autoconciencia, de
observación participante y de lo que se ha llamado "antropología
compartida", y que, en esta oportunidad transgrede (en el mejor de los
sentidos) los límites de lo común o habitual. De manera que Ciro Guerra,
de pronto deriva a una estilización que embellece la imagen en blanco y negro
para esas culturas tribales, primitivas, pero en el fondo conmovedoras
Esta idealización
implica una pregnancia, como potente recurso emocional; aportando por supuesto
su sello de autoría (ya sólido) y que al mismo tiempo le permite no separarse
de los cánones a lo John Ford, en su pasión por el espacio y la aventura.
Gonzalo Restrepo Sánchez
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