En
esta película nominada a 9 “Oscars”, Wes Anderson no sólo es un director
inteligente, sino cargado de sutilezas en su cine, muy propias del talento y el
cine de autor. Con una excusa en 5 actos, y tomando el robo de un cuadro, un
señor como Gustave H., el filme nos hace una extraordinaria disertación sobre
la farsa en la que vive la humanidad (Metáfora del Hotel de Budapest). Y Anderson
lo rotula oportunamente en varias ocasiones con todos los modelos actanciales
observados en la pantalla: Carga de puerilidad
(el botones), con su cándida picardía (M. Gustave), con la premura de la
espontaneidad (Dmitri), con los prejuicios
de la suspicacia
(Jopling).
Entonces, cuando la conjetura
surge en
estos
personajes (y
muchos otros como Serge X) en la farsa. Es
un cálculo sencillo, predecible, diáfano
y una presunción que no cerca enigmas indescifrables
(un cuadro robado). Así mismo, nos permite sin permiso alguno, iniciar la sonrisa taimada y falazmente
amiga cómplice de la mentira.
¿Es que los humanos farsantes son (¿o somos?) así?
La aldea
global (el hotel), alterna con
el siglo XX, lleno de ridículos
engreimientos y ciudadanos
que se yuxtaponen en
una apacible coexistencia.
En este sentido, surge entonces el corolario: El listo más
listo choca siempre con alguien
que
lo supera, y éste lo consigue, la mayor parte de las
veces, por su original talento puesto al servicio de una no menos natural tutela de la propia vida y de los
oportunos intereses (¿la farsa?).
Gonzalo Restrepo
Sánchez
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