Lo bueno del cineasta David Fincher es que
es un artesano de lo audiovisual, y que ciertamente nos deja una enseñanza de
lo que es una perfecta gramática cinematográfica. Respecto a la historia,
podemos señalar varios aspectos, pero el fundamental es quizá lo que siempre
oculta el ser humano detrás de su rostro. Rostros siempre disfrazados de
“belleza” para ocultar lo que a la larga siempre nos hace ser: farsantes.
Y es
que la doblez en un contexto del matrimonio, siempre aflora los deseos más oscuros
del corazón. Ahora, Fincher lo cuenta en clave de thriller para distinguir, por entre esa
perversa o turbia realidad, cuál es la parte digna al ser amada una mujer, por
pequeño que fuese el desprecio.
Pero
no es un alegato de la cinta sobre estos asuntos moralistas dentro de algún
amor desesperado y no correspondido, rabioso. Ambos personajes protagonistas de
la película aman la frialdad, la compasión, la apatía, el deber de ser ¿malos?,
una postura, una resolución de la universal inmundicia, un gesto, no que
lo aclare todo, si no un aspaviento a seguir siendo lo mismo: falsos seres
humanos.
Gonzalo
Restrepo Sánchez
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